El agua ha sido motivo de disputa desde hace siglos. Pero hoy, más que nunca, su control se ha transformado en un instrumento de poder geopolítico. Lo que antes eran tensiones locales por manantiales o ríos compartidos, hoy son estrategias de dominación que amenazan la seguridad de millones de personas. El agua dejó de ser simplemente un recurso: es ahora una herramienta de guerra y una víctima silenciosa del conflicto.
Casos recientes lo demuestran con crudeza. En la guerra entre Rusia y Ucrania, el corte del suministro de agua dulce a Crimea y la posterior destrucción de la represa de Kajovka no son hechos aislados, son ejemplos de cómo las infraestructuras hídricas se convierten en objetivos militares. Lo mismo ocurre en la cuenca del Tigris-Éufrates, donde las represas turcas han alterado los caudales hacia Siria e Irak, generando tensiones persistentes.
En África, la construcción de la Gran Presa del Renacimiento por parte de Etiopía reconfigura el equilibrio diplomático en torno al Nilo. Egipto, que durante décadas ha ejercido hegemonía sobre su uso, la percibe como una amenaza existencial. Y en Asia, el histórico Tratado de Aguas del Indo entre India y Pakistán, considerado un ejemplo de cooperación incluso en medio de conflictos armados, fue suspendido temporalmente por India hace apenas unas semanas, avivando el fuego de una confrontación.
Todos estos casos tienen algo en común: el agua está siendo utilizada como medio de presión, de poder y de control. Y mientras los gobiernos ejercen esa hegemonía, las comunidades sufren inseguridad alimentaria, desplazamiento forzado, pérdida de medios de vida y deterioro ambiental.
En un reciente estudio publicado en Nature Water, desarrollado junto a colegas internacionales, identificamos que muchas de las principales cuencas del mundo, incluyendo las ya mencionadas, están en riesgo extremo de seguridad hídrica, no solo por el cambio climático o la sobreexplotación, sino por la falta de gobernanza, el bajo rendimiento ambiental y la creciente instrumentalización del recurso.
Por eso, hoy quiero plantear con firmeza: es hora de abolir la hegemonía del agua.
Esto no significa negar los intereses nacionales, sino reconocer que el control unilateral no garantiza seguridad. Al contrario, alimenta la desconfianza, la competencia y la inestabilidad. El camino no es la imposición, sino la cooperación.
Necesitamos una nueva diplomacia del agua, que sea multilateral, inclusiva, ecológicamente informada. Hacen falta pactos que prioricen la vida sobre el poder, que entiendan el agua como un bien común transfronterizo, no como un botín estratégico.
La hidrocooperación no es una utopía. Es una necesidad urgente. En lugar de ver en el agua una amenaza, debemos convertirla en oportunidad. De guerra a puente. De arma a alianza. De conflicto a paz.